Julio DAniel Chaparro
TRABAJO PERIODÍSTICO
Lo que la violencia se llevó
Publicado por el diario El Espectador y el apoyo de la Fundación para la Libertad de Prensa en abril de 2016LO QUE LA VIOLENCIA SE LLEVÓ I
A VOLADOR LO MATARON LAS ARMAS
Febrero 24, 1991.
Antonio
“Este lugar se va a quedar en el olvido”, dice don Antonio, al tiempo que sale de la sombra que crece bajo el níspero. En Volador hace un calor espantoso. Afuera, tras la balaustrada de madera que sirve como límite al solar de don Antonio, Ramón, un pelado de nueve años, lanza una pedrada intentando golpear una paloma turrugalla. Falla, Ramón escupe una palabrota y se recuesta contra el tronco de un campano. Sobre el pueblo se extiende un silencio profundo y vastísimo. Apenas llega el rumor del río Sinú y el claro aletear del follaje de los árboles.
“Aquí ya no puede pasar nada”. La voz de don Antonio suena lenta y pesarosa. Sus ojos miran hacia adentro, porque aquí, afuera, en el mundo, hay poco que mirar: una larga calle que se ahoga en el río y deja crecer el pastizal, un campo que no frecuenta nadie, algunas casas en las que las familias se dedican a la espera, tres o cuatro jóvenes descalzos aguardando el final del día, niños desnudos que miran semiocultos por las puertas, y un largo inventario que incluye casas quemadas, mojones que delatan cómo las viviendas fueron arrancadas de raíz, una iglesia y varios ranchos abandonados.
Los ojos de Antonio miran hacia adentro. Pero la nostalgia es amarga y duele mucho. “Ah”, exclama con notoria tristeza y espanta con la mano la miríada de zancudos que regresan al asalto, se pone a hablar de lo bravo que está resultando este calor.
Rosalba
Esta mujer de ojos inmensamente negros y mirada llameante, también atendió la orden impartida por hombres armados que prometieron entonces, en marzo del 88, la realización de una nueva masacre: había que desocupar el corregimiento de Volador. Ella no quiso dudar de las amenazas: había sido testigo, durante la noche del primero de marzo, del asesinato de varios de sus vecinos: el profesor Carlos Conde y los campesinos Jaime Aparicio, Luis Miguel Fabra, Manuel Vargas, Edwin Escobar, Abel Pacheco, Gustavo Urango, Amado Antonio Arrieta, Marcelino Buelva, Alfonso Díaz y Edwin Pacheco.
Por eso esta mujer se hizo presurosa, ató las pocas pertenencias de los suyos, y salió hacia la noche. La acompañaron numerosos habitantes de ese poblado que queda allá, sobre el Sinú, al frente de la hacienda Jaraguay, propiedad de Fidel Castaño. De allí partieron hacia Costa de Oro, en ese marzo del 88; era un extenso terreno de invasión donde, dispersos, vivían pocos parceleros. De pronto creció y se hizo poblado: 140 familias que habían salido de Volador intentaron reanudar allí la vida. Les resultó imposible.
Esta mujer que se mece los cabellos y atisba ahora hacia occidente, donde el sol estalla antes de morir, tuvo que prolongar la fuga. En enero del 89 el Sinú empezó a anegarse de cadáveres. Los vecinos de Costa de Oro desaparecían. Las atarrayas se llenaron de restos humanos. Y, el 18 de enero, aparecieron 30 individuos armados disparando indiscriminadamente. Mataron. Quemaron ranchos y cultivos. Gritaron. Se embriagaron con la sangre. Los campesinos tuvieron que salir corriendo, sin destino previsible.
Desde entonces, Rosalba se encuentra en Montería. La suya es una de las cinco mil familias que soporta la vida en el barrio Cantaclaro, uno en los centros de invasión más grandes del país. Aquí habitan ochocientas familias que llegaron de Volador, Costa de Oro, Mejor Esquina y El Tomate, en vano gesto que busca sepultar el terror en el olvido. Pero el terror ya está en el adentro de sus cuerpos. Está en la memoria de los muertos que nunca lograron enterrar. En aquella dura nostalgia de los días comidos por la muerte. Y el intenso brillo de los ojos que, sin delatar el hambre y el abandono que atestiguan, se detienen en el restallar que viene del poniente. Imitando la fija negrura de estos ojos, Montería comienza a oscurecer.
Ramón
“Aquí vivía doña Magda, la mamá de la señora que está preñada, aquella que estaba lavando en el solar”, dice Ramón, escabulléndose entre las ruinas de una casa en la que crecen los árboles de palmito y retoña su primera cosecha un pequeño mangal. “Ella se fue, —añade—, nadie sabe para dónde”. En el frontis, que apunta hacia el campo de fútbol, aún se logran leer algunas consignas firmadas por el EPL. Ramón sale de entre las que fueron habitaciones o sala o cocina y trae unos mangos biches. Y recomienda: “Mi papá dice que esto es lo mejor para empujarse un ron”.
Volador se alarga hacia el río. Son pocas cuadras, una escuela grande que escasos muchachos visitan (“Yo apenas empecé a estudiar este año, informa Ramón), un paisaje de cercas y fincas enormes, y grupos aislados de hombres que escrutan sin hablar, sin soltar un murmullo siquiera. Sólo los niños se dedican a ejercer el dichoso bullicio de la risa: Ramón, por ejemplo, ríe tras una paloma y se cuadra la gorra de beisbolista. Avanza a paso lento, hiriéndose con los guijarros del camino. Ante las hileras de casas que se espigan rodeadas de arbustos de matarratón, Ramón señala que aquí ya no vive nadie, que los de allí se fueron y dejaron la casa botada, que era muy bonita ¿sabe?, que por estos días no hay trabajo, sale muy poquito, por ahí unas horas de rula, nada más, pero que en los solares se coge lo de comer. Frente a una casa pintada con cal, Ramón intenta leer consignas escritas que citan la Biblia y desean feliz año. Nadie merodea por las calles. Uno que otro animal casero. Y los niños que, invariablemente, andan descalzos, sucios de polvo, mostrando la necesidad en el relampagueo de sus ojos. El sol agota. Ramón apura en grandes sorbos una gaseosa que, comenta, le sabe a gloria.
Más tarde, irá a sentarse bajo las guásimas con los amigos para hacer lo que todos están haciendo desde que despuntó el día: nada. Ahí, esperando que ocurra algo que no ocurre nunca. A excepción de un viento que aúlla, nadie visita el poblado. Aquellos que huyeron hace tres años no quieren volver. Los pocos que se quedaron, guardan un silencio memorioso. Evitan hablar de los días de la muerte. Los más osados se zambullen en el río mientras, en la ribera que queda al frente, modernas voladoras se mecen en el apostadero. Allá, cuentan, viven los hombres de Fidel Castaño. Y muestran una hacienda ostentosa de techumbre rojiza.
Un hombre joven, tostado por el sol, de pómulos huesudos y ojos oscuros dirá, cuadrándose el sombrero: “Esos fueron los tipos que nos mataron”.
Voces
En Montería el verano se ha vuelto insoportable. Los habitantes de Cantaclaro se quejan de la falta de agua, de la falta de trabajo, del hambre, de las enfermedades, de las nubes de polvo que el aire le roba a la tierra. Los habitantes del barrio La Pradera comentan los chismes del día, saben que hubo otro robo, maldicen, culpan a los vecinos de Cantaclaro, sentencian: “Ellos son unos ladrones, un día de éstos nos van a robar a nosotros”, y reniegan de la mala suerte. En el rancho tembloroso donde malviven los siete integrantes de la familia Méndez, naturales de Volador, no hay nada para comer. Sin embargo, se resignan. Algo aparecerá más tarde.
No. De Volador no quieren hablar, señor, eso se quedó en el pasado, fue todo muy aterrador, para qué remover en las heridas que aún no se secan. Lo importante ahora, señor, es ver si conseguimos algo de trabajo. La madre lava ropa, o asea casas, o hace lo que sea cuando sale algo para hacer. El padre va al centro, a veces, a ejercer el oficio del rebusque. Los niños aguardan. Los mayores saben que tienen que ir a hacerse la vida.
Pero la vida no les cabe entre las manos. Campesinos que huyeron, eso son. Que salieron a escuchar el sordo eco de los disparos y se enfrentaron a otra forma de la muerte: el hambre, la escasez, el abandono. Será esperar, señor, que la cosa mañana mejore. ¿Qué se le va a hacer?
Volador ya no existe, dicen. Es un pueblo fantasma, dicen. Volador no queda en ninguna parte, dicen. Por allá es mejor no pasar, dicen. Eso trae mala suerte, dicen.
Luego guardan un silencio funerario. Aunque siguen aquí, donde la miseria es compañera inevitable, no logran escapar de la acechanza mortal que hace tres años los persigue, ésa que solo les dejó una lenta muerte en el alma y todo el temor que es posible sentir en la vida. Para ellos, Volador y Costa de Oro constituyen un recuerdo amargo. Pero no lo logran olvidar.
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