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MEmoria colectiva


Asoma el blanco sol de abril

Artículo publicado en El Espectador el 23 de abril de 2021

Mi padre, Julio Daniel Chaparro, periodista de El Espectador, y Jorge Enrique Torres, reportero gráfico del mismo diario, viajaron a Segovia (Antioquia) el miércoles 24 de abril de 1991. En ese lugar y día fueron asesinados al caer la tarde.

Antes de tomar rumbo al aeropuerto El Dorado, Jorge le dijo a su esposa que tardaría un par de días y regresaría para el cumpleaños de Diana, su segunda hija. Mi padre pasó por mi colegio a la hora del descanso, me dejó una merienda y prometió traerme unas botas de regreso. Lo vi alejarse hasta doblar la esquina. Eran las 8:30 de la mañana. No tengo más recuerdos.

Más que un relato sobre lo sucedido o una semblanza con sus recuerdos, reconstruyo en memoria de Julio Daniel Chaparro y Jorge Enrique Torres el último texto que escribió mi padre antes de ser asesinado en la calle de La Reina de Segovia. Un relato basado en tres páginas de la libreta de apuntes que él portaba el día que le dispararon, rescatado de un expediente judicial que quedó enmarcado en la impunidad. Es su propio testimonio antes de enfrentar a los violentos.

24 de abril de 1991

La cosa está dura en Medellín. A Carlos, mi colega cronista, y al fotógrafo no les queda otra que esconderse para escribir notas y salir mimetizados, casi invisibles, a buscar información. Identificarse como periodistas de El Espectador para cubrir las bombas y los asesinatos es un riesgo. Incluso al estadio deben ir de incógnito. La idea de mimetizarse entre la gente para hacer periodismo me gusta, la posibilidad de perder la vida por ejercerlo no, evidentemente. Me quedo pensando en el fotógrafo, ¿cómo hará el viejo? Hacer reportería, ocultar el carné y escribir en los baños es una cosa, pero esconder la cámara y, sobre todo, evitar el acento caribe es una vaina muy jodida. Luis, el fotógrafo, es costeño, tiene todas las bondades de la costeñidad, de las que inician en el acento y no se sabe muy bien dónde terminan.

Apuramos el tercer café antes de salir al aeropuerto. Estamos en el segundo piso de un cafetín por La Playa, donde la música no ha dejado de balancearse entre tangos y boleros, como telón de fondo sonoro que se mezcla con el bullicioso agite del centro de la ciudad. Hablamos de periodismo, de coyuntura política, especulamos un tanto sobre la Constituyente. Le cuento a Carlos que tengo un contacto en Segovia, pero prefiero no decirle el nombre y cambiar el tema, hablar de poesía y del festival que va a iniciar este fin de semana. A propósito de eso, recuerdo que tengo que hablar con Fernando, anoto su nombre en mi libreta.

Carlos nos lleva al aeropuerto y en el camino da un retahíla sobre su última experiencia en avioneta, azuzando un miedo a los vuelos que junto a Jorge ya creíamos haber domado. Al despegar, me asomo por la ventanilla, veo cómo el paisaje se hace absolutamente vegetal pocos minutos después de salir del Olaya Herrera. En este vuelo el que habla es Jorge, está emocionado por el cumpleaños de su segunda hija, me dice que se ha gastado un cojonal de plata, pero que todo está listo para este sábado, con una fiesta de 15 como Dios manda. Me quedo pensando: menos mal Dios me mandó dos varones y me ahorré ese billetico.

El viaje fue más rápido de lo que pensábamos, mientras bajamos de la avioneta, disimuladamente hablamos en lo inconveniente de mostrar nuestra identificación. Nada de nervios, carné del diario y a lo que vinimos. Así lo hicimos: somos periodistas, vamos para Segovia. El aeropuerto de Remedios se parece al de Puerto Carreño, pequeño, enrejado, bonito. Si no tuvieran tanto oro, creo que ni aeropuerto tendrían por aquí. Los del pueblo no vienen en avioneta, eso es solo para los que tienen la jeta redonda de tanto decir oro. Los lugareños viajan por una carretera maltrecha que hasta Medellín tiene unas ocho horas de camino.

De camino a Segovia pasamos por La Cruzada. Le comento a Jorge que aquí deberíamos venir, tal vez mañana, porque por aquí también hubo víctimas de la masacre. La carretera, de topografía complicada, se abre cuando se encuentra con el batallón Bomboná, detrás de él está el pueblo, el carro se desliza por la izquierda, y después de un pasaje tupido llegamos a un mirador desde donde se ve Segovia entre lomas y una cancha de fútbol rodeada de almendros y mangos, con sus hojas inmóviles a falta de viento. Con este calor nadie juega, pero más tardecito empiezan los picados, nos dice el conductor, que nos lleva con dirección a Fujiyama, único hotel en la zona, cerca del parque central. El carro trepa, corona una loma, y a la derecha veo la iglesia, a la izquierda el parque y una romería de gente. Le pregunto al conductor dónde quedaba John Kee, me lo señala, míralo, ahí. Silencio. Doblamos la esquina, subimos un par de cuadras y llegamos al hotel Fujiyama.

Precisamos una ducha, son las tres y media de la tarde, pero la recepcionista del hotel nos dice que hay problemas con el agua y no será posible hasta por la noche. Nos entrega las llaves, me toca la habitación cinco, a Jorge la cuatro. Dejamos las maletas, hacemos una llamada y salimos. Mientras veo a Jorge, cámaras en mano, me aseguro de tener la libreta y el esfero. Vamos pa’l centro, total son dos cuadras no más, que afortunadamente están de bajada.

Frente al monumento al minero, mientras Jorge le toma unas fotos, un hombre de pómulos huesudos y piel tostada por el sol se acerca, me pregunta si soy hincha del poderoso, por molestar le digo que sí, y me responde que mis gafas me delatan. Me ofrece el chance, no me comprometo tampoco me niego, pero aprovecho para preguntarle por su vida, por su trabajo y por el pueblo, me dice que hasta hace unos 15 días todo estaba tranquilo, pero que el barrio de arriba se alborotó y ya hay muerticos. En este pueblo hay plata, continúa, por eso me gusta estar aquí. Habla de la plata que tuvo y que perdió.

-Hoy juega la lotería de Boyacá.

-Listo, deme doscientos al 563.

El tipo hace una pausa extraña. Déjeme ver, saca un arrume de papeles que lleva en la maleta, y me dice: ese fue el número que cayó ayer.

Jorge pone su mano sobre mi hombro. Con una maliciosa sonrisa me pregunta:

-Patrón, qué hubiera hecho con esa plata?

-Obviamente, pagar la fiesta de 15 de su hija.

Reímos. Con esa efímera millonada en la cabeza salimos del parque y empezamos a bajar por una calle amarillenta por la que pasó el jeep protagonista de la masacre, el 11 de noviembre del 88. Nos vamos alejando de la gente y el ruido de las motos, pero la música, cualquiera que sea, nos acompaña todo el tiempo.

Ni sol ni el calor amainan, nos sigue como las esporádicas miradas de algunos pobladores. A Jorge le llaman la atención las miradas, siente una pesada carga de ojos sobre nosotros. Yo no me había percatado en absoluto hasta que me lo dice, y tan pronto lo escucho, empiezo también a cargar el peso de las miradas.

Al terminar de bajar la calle La Reina, tan pronto se aplana, vemos el cementerio que deja asomar unas palmeras y una acacia, también tiene un mensaje: “Aquí termina el orgullo de este mundo”. Pocos metros después, nos metemos a un bar. Se llama estadero La Diana. El sitio está desocupado, en las paredes cuelgan escudos de equipos de fútbol hechos con anillas de latas de cerveza, tiene paredes verdes y naranjas, cuyos arcos están adornados con medias de aguardiente. Es la expresión del ingenio popular paisa hecha estadero. En unos bafles diminutos suena música de Francis Cabrel.

Le pedimos a Alexandra, la mesera, que nos sirva una cerveza y que ponga otra vez “La quiero a morir”. Cuando regresa hablamos sobre los trabajos en el pueblo, dice que la gente sale a minear a las cinco de la mañana. Jorge saca la cámara y le toma una foto, ella sonríe.

-Cuánto me cobran por la foto.

-Son gratis, se las envío cuando revele el rollo.

Ella pide un par de fotos y nosotros un par de cervezas, y que repita “La quiero a morir”. Anoto en mi libreta la letra de otra canción, “que loca tú, que loco yo, qué solos, al final”. Jorge advierte que pienso en dos mujeres mientras escribo, y yo que vuelve la carga de las miradas, pero no logro cruzarme con ninguna de ellas.

El ambiente, como el día, se empieza a tornar más denso, desde su espesura me llega la voz de mi hijo, su rostro se sacude contra mí. Me hilvana un miedo. Pienso que le debo una respuesta y escribo sobre un papel, como mensaje de náufrago, que no habrá botas. Miro el reloj, van a ser las seis, y le pregunto a Alexandra si es tarde para salir al hotel, aunque todavía no es de noche.

Vuelvo a los apuntes y escribo en mi libreta:

“Sandra, me voy: esto está muy miedoso”.

Un poco más abajo,

“Asoma el blanco sol de abril”

Salimos con prisa retornando por el mismo camino por el que llegamos. Las palmas y la acacia ondean sus hojas. Las miradas vierten todo su peso sobre nosotros. Se escuchan voces, pasos rápidos. Aúlla el viento. Levanto la mirada y veo un par de pájaros arañando la piel del cielo”.

****

Minutos después de salir del estadero La Diana, Julio Daniel y Jorge Enrique fueron asesinados en la calle central de La Reina, a la altura de la calle Boyacá. Un par de años atrás mi padre había escrito un poema premonitorio del que comparto un fragmento.

“Si una noche cualquiera me encuentran muerto en una calle

amigos, mis amigos

si me ven muerto a la entrada de una calle,

seguramente vestido de azul hasta en las uñas

y sonriendo acaso revestido de cenizas como un ángel,

piensen que he vivido,

recuerden la joven figura ebria de los patios

mis veintitrés años que levanté danzando

mi público sueño de eco de agua que se pierde

y no me lloren, no me giman siquiera:

pienso que detendrán el sol que tendré entonces

en mitad del pecho

persistiendo tercamente en la última calle de esa tarde

sobre la tierra”.
Disponible en El Espectador

Dirección y museología: Daniel Chaparro. Investigación y archivo: Ángela María Agudelo y Mónica Leguizamón. Producción sonora: Rutas del Conflicto. Diseño: Taller Agosto. Desarrollo: @arroyomaker. Ilustración: Santiago Guevara. Agradecimientos: Agencia de los Estados Unidos para el Desarrollo Internacional (USAID). El contenido presentado es responsabilidad exclusiva de la Fundación Libertad de Prensa y no refleja necesariamente las opiniones de USAID o del Gobierno de los Estados Unidos.