sylvia duzán
Texto
Una entrevista imaginada es una forma de animar la voz de alguien ausente. El artista Lucas Ospina nos trae un diálogo posible con Sylvia Duzán, construido con elementos que ella misma dejó durante su corto paso entre nosotros. Con diversos fragmentos, se elabora fiel a la personalidad literaria de esta periodista ausente.
Dije que iba donde Sylvia Duzán y di el número del apartamento. El portero me miró con sorna, ni miró el citófono, se volteó y sacó del casillero un papelito con esa letra de ella; primero redonda, juiciosa, y luego cada vez más recostada, casi ilegible por el afán: “Estoy en el OMA de la 82; al lado de las maquinitas. Veámonos allá a las 4. Tengo carro. Yo lo traigo de regreso a La Macarena”.
Esta entrevista es una colección de papelitos. De encuentros y desencuentros con Sylvia desde hace un año y más desde que ella estuvo en Medellín en las comunas y ahora viaja al Magdalena Medio como productora del documental para el canal 4 de BBC Londres. Sylvia es una lucha contra el caos, tiene que hacer enormes esfuerzos para ajustarse a cualquier orden, su marido, el economista Salomón Kalmanovitz, le dice que no tiene “reloj interno” y que siempre cree que puede hacer dos cosas al tiempo en lugares distintos.
Salgo de las Torres del Parque hacia la décima, espero la buseta a Unicentro, me bajo en la 82. Llueve. Atravieso charcos y carros parqueados encima del andén. Entro al OMA, medio café y medio librería, ya sé dónde está Sylvia: su risa.
“Muchacha de risa loca”: la risa de Sylvia que también es sarcástica, es defensiva, es munición lanzada al vacío para un desarme sin agresión. Sylvia, con sus ojos rasgados, facciones morenas y cara de muñeca; Sylvia con su bota obrera desbordada por medias de lana gruesa; Sylvia de bluyín desteñido, saco largo de tejido y esos aretes de plata, con esa piedra azul en el centro, que le hizo su amiga joyera; Sylvia y su abrigo doblado en la silla, esa segunda piel de paño inglés que compró en los usados de la 19 y que es su uniforme en las noches heladas cuando nos vamos a Kennedy a los conciertos de rock, y que su mamá dice que no se lo quita ni para dormir. Sylvia y, sobre la mesa, su mochila Arhuaca, doblada como un boa llena de mil y una cosas, incluidos los papelitos y más papelitos donde ella anota todo, sin balance alguno entre racionalidad y emoción. Sylvia es sensibilidad en su versión más pura, más extrema y radical, entre el infinito encanto y el infinito riesgo, Sylvia siempre es leal a su desmedida esencia.
Sylvia ríe en cascadas, sus ojos se achinan, y entre frases manotea sin cesar. La gente de las mesas se molesta, el lugar, un refugio para gente que viene a jugar al café vienés y comprar libros caros, se ve alterado por Sylvia, risa y compañía. Hoy está con dos jóvenes de barrio bajo, que ya no son tan jóvenes, con chaquetas raídas, parches y etiquetas metaleras, con pantalón entubado y zapatos tenis sucios que podrían ser de mejor marca y esos raros peinados nuevos, como de video de Charly García. Ríen, ella hace que sus entrevistados se sientan como reyes, odia regañar, culpar, dañar, su comunicación es franca, intensa, no la quiero interrumpir. Espero un rato, Sylvia manotea, se voltea y me ve, se alegra, se levanta, me lleva a la mesa, dice que ya están por terminar. Ellos se van, se abrazan, chocan manos, tienen las mismas pulseras. Sylvia guarda su pequeña libreta de hojas rayadas y su esfero en la mochila.
Ahora es su turno: la reportera será la entrevistada. Vamos a ver si se desenvuelve con la misma habilidad que muestra a la hora de escribir, transcribir, guardar, buscar e imprimir archivos para las entrevistas a sicarios, bazuqueros, ladronzuelos, narcos, traficantes de armas, bandidos de distintos gremios, sepultureros melancólicos, dueños de alta alcurnia de cine porno y jóvenes de todo tipo de tribus urbanas. Sylvia, buena para el baile y la rumba, mala para la cocina, no importa que su computador sea el único aparato que sea capaz de dominar o que apriete el tubo de dientes por la mitad y pierda las tapas de todos los frascos, como periodista, no hay otra igual.
¿Cómo va el trabajo en el Magdalena Medio?
Está tenaz, el ejército está bombardeando todo, con lo que dan los gringos dizque para la guerra contra las drogas, hace poco bombardeó una vereda de San Vicente del Chucurí. Pero bien, la “situa” parece caliente, pero es manejable para nosotros como periodistas contratados por un medio extranjero. Con carnets ventiados y cartas de recomendación del canal 4, la cosa es difícil, pero no imposible. Es un problema de firmeza. De decir todo lo contrario a lo que afirman los militares.
¿Y no le da miedo?
[Sylvia ríe, veo sus grandes dientes, su mirada cómplice]
La vez pasada le conté de cuando me pusieron a dar vueltas por Bogotá, vendada a medianoche, en un todoterreno con desconocidos. Íbamos dizque a entrevistar a la única guerrillera sobreviviente del Palacio de Justicia que era buscada por todo el aparato militar para darla de baja.
En la universidad tuve la oportunidad de ver por dentro cómo funcionaba el M-19, y luego de algunas experiencias que ya le conté, le perdí la confianza a esos ejércitos. Prefería irme los sábados a lo del barrio de invasión, donde daba clases con mi amiga del colegio Zuleta.
No me da miedo. Acuérdese que yo odio las gallinas, veo una gallina y me pongo fúrica, es el animal más bobo del planeta, camina con miedo, canta como una histérica, no sabe ni para dónde va toda insegura. ¡Ay!, esa bobada de las gallinas…
Sylvia, una cosa es estar en la ciudad, con los códigos que usted conoce, y otra es estar allá, lejos, sin saber en qué se está metiendo…
Hace unos años, yo debía tener como 22 o 23, dejé botada la carrera de economista en Los Andes —no sirvo para las matemáticas—. Acababa de entrar a trabajar en la revista Semana. Íbamos mucho a fiestas por acá en el norte, luego de los cierres de redacción. A una reunión a la que fui con Olga Troconis y Juana Méndez nos salió un tipo que se llamaba Babel, hermano de Andrés Carne de Res, y nos dijo que tenía una casita divina en La Guajira, en Dibulla, que nos la prestaba y que allá tenía, dijo, un nativo adorable que se la cuidaba, un tal Simón. Con Olga, como las dos éramos ya huérfanas de papá, nos robábamos cosas en desuso de nuestras casas, nos íbamos a venderlas al mercado de las pulgas de la tercera, luego íbamos al Goce pagano y a Sopó a comer fresas con crema, y algo pudimos ahorrar para el viaje. Nos fuimos a Dibulla en diciembre de 1984. Cuando llegamos, salió un hombre negro y fornido, parco, pero sorprendido por la visita de tres bogotanas. Nos paseamos unos días por el lugar en bikini, hasta que una señora, Juana Peralta, recuerdo, nos dijo: “Muchachas, ¿ustedes qué hacen acá?, este no es un lugar para mujeres solas, piénsenlo, acá pueden pasar muchas cosas”. A las cuatro de la mañana salieron ellas en una flota y yo tuve que esperar en la casa hasta las 7:30 para coger transporte al aeropuerto de Riohacha. Durante ese lapso, Simón se me insinuó varias veces, intentó tocarme, arrinconarme, pero a punta de cuento, de risas, pude torear al tipo. No me pasó nada y salí de esa.
Se salvó de pura Sherezada…
Sí, pero luego, en una fiesta donde Pedro Cote, cuando contamos la aventura, un médico que había hecho el rural allá, dijo: no les pasó nada porque estaban hospedadas en esa casa, protegidas por el tal Simón, el hombre más peligroso de Dibulla.
¿Y el peligro aquí, ahora?
Mi mamá trabaja desde joven, viene de una familia de fortuna venida a menos, nos crio sin miedos. Nos metió en el San Patricio para darnos espacio para que pensáramos más allá de casarnos bien y ser amas de casa. Cuando los del MAS [Muerte a Secuestradores] pusieron un petardo en la casa donde vivíamos las tres —en respuesta a los reportajes sobre paramilitarismo en el Magdalena Medio publicados por mi hermana María Jimena—, terminamos en el suelo en medio del humo blanco asfixiante, y mi mamá fue la que nos dio fuerza para reponernos.
Luego del atentado vinieron las llamadas, a mi hermana le decían: “somos el MAS. La próxima la mata”. Mi madre me apoyó cuando, en plena matazón del narcotráfico en Medellín, me fui a vivir a la comuna para comprender lo de esos jóvenes allá. María Jimena ahora tiene que irse del país por amenazas y me dice que, en esto del periodismo, uno a veces está metido en un hueco y no ve la profundidad del hueco.
¿La ciudad es peligrosa?
Le temo más a los editores. Para lo del libro tenía que reunirme primero con los pelados que se acaban de ir, son del sur, de Santa Isabel, son los que se agarraban con los de la gallada de Unicentro, hay unos datos que me faltan y el libro está encima, ellos trabajan ahora de jíbaros por esta zona. Uno de ellos era de la banda que robaba a señoras a la salida del Carulla de Pablo Sexto para pagarse los instrumentos del grupo de rock que tenían. A partir del 15 de marzo la cosa se pone grave, tengo que entregar el final del libro y, si no, me tocará esconderme del editor. Tengo un dengue o algo me dio en el Magdalena, deliro al escribir y tampoco ayuda el medio hígado que me queda después de ese paludismo que me dio en el Pacífico.
¿Y tiene que volver por Cimitarra?
La situación es crítica. Si el gobierno no manda al cuerpo élite de la Policía, el experimento terminará en fracaso; ya busqué a Rafael Pardo en el gobierno Barco, pero no nos van a parar más bolas. Me preocupa la seguridad de los campesinos del documental. La vez pasada entrevistamos a un tipo al que le dicen El Mojao, antes fue guerrillero, ahora paramilitar, fue entrenado por los mercenarios que trajeron de Israel y con el rostro destapado ante la cámara nos dio a entender que con soldados del ejército del Batallón Rafael Reyes patrullan la zona, les prestan armas en la estación de policía y le entendí que hay una posible infiltración en la asociación de campesinos. Nos dejó claro el poder de los narcoparamilitares en la política local en miras a las próximas elecciones. En enero cuando la ATCC con lo de las amenazas y los dos asesinatos organizó el foro al que vinieron los asesores de paz del gobierno, en el hotel, me tocó justo en el cuarto de al lado de El Mojao, el man estuvo peleando y pegándole toda la noche a una mujer…
Grave. ¿El documental es su compromiso?
No sé, en mis notas de apuntes escribí que ellos, los de la asociación, son hombres muertos. Yo solo sé que me voy allá como sea, ya quedé con los cuatro tipos para que arranquen desde sus tierras en La India a Cimitarra para vernos en la mañana del lunes y ponernos al día con datos que nos faltan. Ahí en el pueblo estaremos más seguros, no nos van a matar delante de todo el mundo. Hace unas semanas regaron volantes en la zona, parece que impresos en el batallón, dicen que la asociación es fachada de las “guerrillas comunistas”. Los políticos de los paramilitares dicen lo mismo por radio y noticieros. Toca darles visibilidad a los líderes, ver si se ganan eso del Nobel alternativo de Paz, mostrar que “sale más barato hacer la paz que hacer la guerra”, como lo dijeron acá en Bogotá en la ronda por periódicos de hace unas semanas. Miguel Ángel Barajas lo contó todo en su artículo de hace unos días en las Lecturas Dominicales de El Tiempo: criticó a la intelectualidad bogotana, a las FARC y tildó de “nazis criollos” a los que crearon un grupo de autodefensas al interior del Colegio Integrado de Cimitarra.
¿Cómo termina ese documental?
Con el que más me he entendido es con Miguel Ángel. Él estudió en la Nacional, llegó a esa zona como Agrónomo del Incora, se convenció de la causa que tenían Josué Vargas y Saúl Castañeda para fundar la Asociación de Trabajadores Campesinos del Carare y declararse neutrales ante todos los ejércitos, eso fue lo que llevó a estos dos años de calma chicha en La India. Ahora le llevo un libro de Patricia Highsmith, a él también le gusta la novela negra. Voy a esperar a las elecciones, porque si Miguel Ángel gana en el Concejo, eso sería el final feliz del documental.
Otro final feliz, como el de la película de La estrategia del Caracol… ¿Cómo es que fue eso?
La adaptación de ese guión de la película fue un trabajo frenético, como todo lo que pasa en televisión. Humberto Dorado dictaba textos larguísimos que tocaba recortar, recortar y recortar con ayuda de Sergio Cabrera. Terminé con un mamotreto enorme y les dije “Acabamos. Convertimos 100 páginas de su guion original en 400. Un récord”. Y luego vino el rodaje, la asistencia de producción sin recursos para la producción fue una locura, tocó hacer lo mejor con lo que había: un día tocaba palabrearse a la gente del Colón para que nos lo diera gratis y al otro día treparse a las lomas de Los Laches para convencer a los vecinos y muchachos de abrir una trocha para subir los equipos y una casona desarmada. Nos trepamos a un cerro maravilloso para rodar la escena final donde se instalan los protagonistas. Ellos, como nosotros, los del rodaje, parecíamos pura gente de barrio de invasión en esa punta con una Bogotá de maqueta ahí abajo.
A usted le gusta así, meterse entre la gente, camuflarse ¿por qué un periodismo así, cercano a la reportería, a la antropología, a la literatura?
Mi hermana me dijo el otro día, “acuérdate de que tú eres periodista, no una activista social” y yo me reí. Por eso me salí de Semana, no es lo que ellos quieran, sino lo que yo quiero hacer con el periodismo, de lo contrario, tarde que temprano termina una de puta por la puta pauta. Mi periodismo no tiene nada que ver con el poder político, me importa un pito el escrutinio del poder, se trata de descubrir lo que está oscuro, incluso con una escritura brutal. Yo escribo como pienso que me van a leer las personas sobre las que escribo. En Medellín estuve parqueada meses con Alonso Salazar y Víctor Gaviria buscando entrevistar a esos jóvenes, hasta que la logramos, pero luego la publicaron con otros créditos y como si fuera una gran primicia entrevistar a un sicario. Yo no pertenezco al mundo de las “chivas”. Yo soy buena para conseguir datos, generosa con mis fuentes, la información es un bien público, sí, pero en esos medios muchas veces se me adelantan sin respetar acuerdos ni dar créditos. Luego mis confidentes creen que los “vendí”, que los entregué al negocio, que los traicioné, para mí es gravísimo que esas personas cuestionen mi honestidad. “Ese mundo es tuyo”, le digo siempre a María Jimena: yo no soy presa de la coyuntura, de la realidad de los titulares de prensa, del poder. Mi papá, como columnista, periodista, asesor, hablaba con ministros, yo hablo con otra gente. Yo no tengo moral. [Risa]
¿Cómo es escribir como usted escribe, las crónicas en primera persona, eso que llaman “historias de vida”?
En Zona, la revista que hicimos con Ramón Jimeno, Salomón y otros, hablaba mucho con Alfredo Molano de eso de escribir así; decíamos que había que perderle el miedo a ser tildados de “hacer literatura”, y no porque no la hagamos, sino porque tenemos la íntima convicción de que no falsificamos a la gente. No hay que temerle a aventurarnos por otras zonas de guerra, esos son los infiernos que se han ido apoderando de nuestra escritura. Cada vez le temo menos a salirme del guion de la transcripción literal de una entrevista. Al principio las historias de vida me servían para decir lo que la gente ocultaba por temor, la escritura libera esos miedos, ayuda a salir de esa cárcel conceptual, de ese clóset académico. Además, la literatura, la poca que pueda existir en los relatos, no me pertenece. Mi trabajo consiste en ponerla al descubierto. Con Alfredo decimos que hay un sabor parecido al de la libertad en este oficio cuando uno lo entiende así.
¿Y recuerda cuando comenzó a escribir así?
En la universidad tomamos con Juana Méndez una materia electiva que se llamaba Historia de los movimientos sociales en Colombia, con un profesor que hizo la típica del académico y nos usó de cargaladrillos para sus trabajos personales de investigación. A ella y a mí nos tocó cubrir en la hemeroteca de la Biblioteca Nacional el primer año del gobierno López Pumarejo, un gobierno lleno de nuevos sindicatos y organizaciones campesinas. Pero lo que de verdad nos encarretó es que todas las semanas había un suicidio en el Sisga o en el Salto del Tequendama y en nuestro trabajo final mandamos pal carajo al profe e hicimos nuestro trabajo sobre las motivaciones de los suicidas como reflejo del pulso social de la nación. Se podría decir que en ese trabajo que tanto disfrutamos consultando prensa con Juana tuve mi primera pulsión de periodista de lo popular, y ahora lo hago en lo urbano, en lo que conozco, donde vivo, como ese pulso que siento con las revistas de la movida madrileña que me gustan, La Luna y Madriz.
Además de Molano, ¿a qué otras personas lee en esa sintonía?
Yo leo de todo, lo que me caiga, lo que me suene. El otro día le regalé a un joven y querido amigo La senda del perdedor de Bukowsky, y él me consiguió a cambio una edición original de El Atravesado, mi favorito de Andrés Caicedo. Es como con la música, en el apartamento pasamos de lo que oyen los niños de Salomón al casete de Siniestro Total que Moncho Jimeno me trajo de España, o ponemos lo que compramos con Eduardo Arias en la caseta de Saul de la 19 y luego en su casa pasamos tardes enteras grabando casetes de The Doors, Triana, Led Zepelin, ACDC, Sui Géneris, The Clash, Men at work, Dire Straits, intercalados con los dos álbumes de Blades de Maestra Vida. Oigo de todo, todo Rolling Stones, casi nada de los Beatles y nada de música de protesta. [Risa] En el viaje a Israel, con Salo compramos un par de discos de Leonard Cohen.
Y la escritura…
Es lo mismo, por eso pude pasar de Semana a Zona y de ahí a lectora número uno de Chapinero de Eduardo y Troller, por ahí tengo organizado eso para que salga pronto como antología con Editorial Tercer Mundo. También soy fan y mecenas de su música, ayudé para que pudieran prensar el LP de la Orquesta Sinfónica de Chapinero y a Hora Local le organizamos lo del concierto casero para recoger fondos. No me interesa quedarme aquí en el norte de periodista de escritorio, de teléfono, y por eso es que nos la pasamos allá en las mecas del rock de la calle octava para contar la balada de Mario White y de toda esa gente que está por fuera del radar de este pedacito de ciudad por donde se mueven los periodistas de bien. De eso hablo mucho y largo por teléfono, o cuando viene, con Alma Guillermo Prieto, con ella sí que nos entendemos.
Pero en su casa desayunaban, almorzaban y comían periodismo…
Mi papá iba todos los sábados a El Espectador a entregar el editorial que él había escrito a máquina luego de hablar con Guillermo Cano, el director. Ese día tocaba entrar por la puerta de atrás, con los camiones parqueados para la edición que salía por la tarde. Recuerdo la inmensa rotativa roja y cómo armaban el periódico en planchas de plomo en un papel brillante y grasoso. Los armadores leían página por página y si al corrector de estilo se le había pasado una coma o un error de ortografía, ellos con un bisturí cortaban la parte que necesitaban remover y luego ponían la nueva con una habilidad y precisión de cirujanos. Con María Jimena y mi hermano dábamos vueltas y cuando mi papá y Guillermo ya se habían puesto al día en cosa de confidenciales, Guillermo se despedía, vencía la timidez y molestaba a mi hermano preguntándole si todavía tenía el mal gusto de seguir a un equipo de fútbol como Millonarios. Mi hermana y yo siempre decíamos que queríamos ser periodistas.
¿Y en la casa como era la vida de periodistas?
En la casa se armaban grandes tertulias de periodistas, políticos e intelectuales y discutían hasta altas horas de la noche. Con María Jimena nos quedábamos a oírlos en las mismas escaleras donde un día me caí jugando y casi me mato. Ver a esos señores era como ver una película, no se entendía bien de qué hablaban, pero eran temas importantes. De eso nos debió quedar la costumbre de discutir sobre política, y con María Jimena todavía nos quedamos dando lora hasta altas horas de la madrugada.
¿Y con Salomón de qué hablan?
El dice que yo le prestó mi espontaneidad y él pone el orden. Como cuando hicimos allá en el 86 esa cartilla de Historia de Colombia para noveno grado que fue un escándalo y un éxito en ventas. De nuestras manos salió un manual rebelde donde les decíamos a los chinos y chinas que no queríamos que memorizaran ninguna fecha, ni series de hechos sueltos, sino que entendieran, razonaran y se pusieran a investigar los grandes procesos sociales de este país a la luz de sus familias y sus vidas cotidianas. Era un manual de apropiación que no evadía los conflictos ni prometía un paraíso y que iba desde la América precolombina hasta la crisis de los años 80 y los orígenes del neoliberalismo. La edición estaba plenamente ilustrada, con estampas, diagramas, caricaturas y hasta un par de grafitis que le metí. La versión oficial fue reeditada por la editorial ciñéndose al programa oficial y limpiándola de “impurezas”.
Pero de verdad, ¿de qué hablan?
Hoy estrenan una de Fellini en Granahorrar y fue con Fellini que una amiga nos cuadró en nuestra primera cita.
¿Cómo fue?
Yo estaba en Semana, en un semillero de jóvenes periodistas con Gabriel García Márquez, y había puesto una foto de él bajo el vidrio de mi escritorio en la oficina; él escribía de economía y cuando pasó a entregar su columna la vio, y no sabíamos cómo salir de esa turbación. Una amiga, de pura celestina, cuadró para ir los tres a ver La ciudad de las mujeres. De regreso, me le senté al lado. Luego fuimos solos a tomar un café, a él le impactó ese hombre sádico de la película que mantenía a su madre en un pedestal y la adoraba, dijo que las madres sobreprotectoras volvían machistas a sus hijos. Mientras tanto yo lo miraba con ojos enternecidos. Comenzó entonces el romance. Él me llevaba 17 años y advirtió que me iba a dejar viuda.
No fue así. El lunes 26 de febrero de 1990, María Jimena Duzán sale del país por amenazas. Sylvia va al aeropuerto con Salomón, pero un trancón le hace perder el vuelo. Baja del carro, corre, reprograma otro vuelo hacia Bucaramanga, avisa que llegará a Cimitarra en bus pasadas las 9 de la noche. Llega al pueblo a las 9:25 pm, un joven de la asociación la recoge y la acompaña hasta la entrada del bar La Tata y la abandona ahí con una disculpa pueril. Al fondo, la esperan sus tres amigos dirigentes campesinos. Transcurren unos minutos, conversan, en el entusiasmo desestiman advertencias sobre la presencia de "El Mojao" y sus sicarios en la zona. Alguien del pueblo llama a la estación de policía para alertar sobre lo que va a suceder, la respuesta estatal es un acto más de complicidad que se suma a las armas que le acaban de entregar a dos sicarios. Ambos asesinos se aproximan desde lados opuestos a la mesa donde están Josué, Saúl, Miguel Ángel y Sylvia, les disparan, les rematan. Huyen en medio de tiros al aire de los hombres de "El Mojao" apostados en la plaza y se resguardan en el batallón militar. Sylvia, herida de gravedad con un disparo en la cabeza, sobrevive unas horas más en el centro de salud, muere desangrada por cuatro impactos de bala. Horas luego, el esposo de Sylvia y su primo, Carlos Angulo, reclaman el cuerpo en el batallón militar de Cimitarra. Un capitán, de mirada torva, les pregunta si María Jimena Duzán va a venir. En el estrecho espacio de la avioneta de regreso, Carlos recuerda cómo la cabeza de Sylvia queda a su lado: "Yo la miré durante casi todo el trayecto: siempre con su cara amable."
Diálogos: Eduardo Arias / Pedro Cote / María Jimena Duzán / Camilo George / Ramón Jimeno / Manuel Kalmanovitz / Salomón Kalmanovitz / Juana Méndez / Laura Restrepo / Olga Trocónis / Luis Carlos Valenzuela.
Lecturas: Mi viaje al infierno, María Jimena Duzán / Ejercicios de Memoria, Salomón Kalmanovitz / La gente no habla en conceptos, a menos que quiera esconderse, Alfredo Molano / Revista Zona / Sylvia, Salomón Kalmanovitz, Magazín Dominical #386, 16 de septiembre, 1990, El Espectador / La ley del silencio, Ramón Jimeno (con colaboración de Magda Quintero), Magazín Dominical, #466, marzo 29, 1992 / El orden desarmado: la resistencia de la Asociación de Trabajadores Campesinos de Carare (ATCC), Centro Nacional de Memoria Histórica.
Archivos: Podcast A fondo con María Jimena Duzán: Reconstrucción de una masacre que sigue impune / Programa de Televisión: Sylvia Duzán, Hecho en Colombia, Ramón Jimeno / Documentales: Behind the Cocaine Wars, Concord Media / The Law of Silence, Paola Desiderio
Lucas Ospina*
*Profesor, Universidad de los Andes